A la mujer
Compañeras: la catástrofe está en marcha, airados los ojos, el rojo pelo al aire, nerviosas las manos prontas a llamar a las puertas de la patria. Esperémosla con serenidad. Ella, aunque trae en su seno la muerte, es anuncio de vida, es heraldo de esperanza. Destruirá y creará al mismo tiempo; derribará y construirá. Sus puños son los puños formidables del pueblo en rebelión. No trae rosas ni caricias: trae un hacha y una tea.
Interrumpiendo el milenario festín de los satisfechos, la sedición levanta la cabeza, y la frase de Baltasar se ha convertido con los tiempos en un puño crispado suspendido sobre la cabeza de las llamadas clases directoras.
La catástrofe está en marcha. Su tea producirá el incendio en que arderán el privilegio y la injusticia. Compañeras, no temáis la catástrofe. Vosotras constituís la mitad de la especie humana, y, lo que afecta a ésta, afecta a vosotras como parte integrante de la humanidad. Si el hombre es esclavo, vosotras lo sois también. La cadena no reconoce sexos; la infamia que avergüenza al hombre os infama de igual modo a vosotras. No podéis sustraeros a la vergüenza de la opresión: la misma garra que acogota al hombre os estrangula a vosotras.
Necesario es, pues, ser solidarios en la gran contienda por la libertad y la felicidad. ¿Sois madres? ¿Sois esposas? ¿Sois hermanas? ¿Sois hijas? Vuestro deber es ayudar al hombre; estar con él cuando vacila, para animarlo; volar a su lado cuando sufre para endulzar su pena y reír y cantar con él cuando el triunfo sonríe. ¿Que no entendéis de política? No es ésta una cuestión de política: es una cuestión de vida o muerte. La cadena del hombre es la vuestra ¡ay! y tal vez más pesada y más negra y más infamante es la vuestra. ¿Sois obreras? Por el solo hecho de ser mujer se os paga menos que al hombre y se os hace trabajar más; tenéis que sufrir las impertinencias del capataz o del amo, y si además sois bonita, los amos asediarán vuestra virtud, os cercarán, os estrecharán a que les deis vuestro corazón, y si flaqueáis, os lo robarán con la misma cobardía con que os roban el producto de vuestro trabajo.
Bajo el imperio de la injusticia social en que se pudre la humanidad, la existencia de la mujer oscila en el campo mezquino de su destino, cuyas fronteras se pierden en la negrura de la fatiga y el hambre o en las tinieblas del matrimonio y la prostitución.
Es necesario estudiar, es preciso ver, es indispensable escudriñar página por página de ese sombrío libro que se llama la vida, agrio zarzal que desgarra las carnes del rebaño humano, para darse cuenta exacta de la participación de la mujer en el universal dolor.
El infortunio de la mujer es tan antiguo, que su origen se pierde en la penumbra de la leyenda. En la infancia de la humanidad se consideraba como una desgracia para la tribu el nacimiento de una niña. La mujer labraba la tierra, traía leña del bosque y agua del arroyo, cuidaba el ganado, ordeñaba las vacas y las cabras, construía la choza, hacía las telas para los vestidos, cocinaba la comida, cuidaba los enfermos y los niños. Los trabajos más sucios eran desempeñados por la mujer. Si se moría de fatiga un buey, la mujer ocupaba su lugar arrastrando el arado, y cuando la guerra estallaba entre dos tribus enemigas, la mujer cambiaba de dueño; pero continuaba, bajo el látigo del nuevo amo, desempeñando sus funciones de bestia de carga.
Más tarde, bajo la influencia de la civilización griega, la mujer subió un peldaño en la consideración de los hombres. Ya no era la bestia de carga del clan primitivo ni hacía la vida claustral de las sociedades del Oriente; su papel entonces fue el de productora de ciudadanos para la patria, si pertenecía a una familia libre, o de siervos para la gleba, si su condición era de ilota.
El cristianismo vino después a agravar la situación de la mujer con el desprecio a la carne. Los grandes padres de
La condición de la mujer en este siglo varía según su categoría social; pero a pesar de la dulcificación de las costumbres, a pesar de los progresos de la filosofía, la mujer sigue subordinada al hombre por la tradición y por la ley. Eterna menor de edad, la ley la pone bajo la tutela del esposo; no puede votar ni ser votada, y para poder celebrar contratos civiles, forzoso es que cuente con bienes de fortuna.
En todos los tiempos la mujer ha sido considerada como un ser inferior al hombre, no sólo por la ley, sino también por la costumbre, y a ese erróneo e injusto concepto se debe el infortunio que sufre desde que la humanidad se diferenciaba apenas de la fauna primitiva por el uso del fuego y el hacha de sílex.
Humillada, menospreciada, atada con las fuertes ligaduras de la tradición al potro de una inferioridad irracional, familiarizada por el fraile con los negocios del cielo, pero totalmente ignorante de los problemas de la tierra, la mujer se encuentra de improviso envuelta en el torbellino de la actividad industrial que necesita brazos, brazos baratos sobre todo, para hacer frente a la competencia provocada por la voracidad de los príncipes del dinero y echa garra de ella, aprovechando la circunstancia de que no está educada como el hombre para la guerra industrial, no está organizada con las de su clase para luchar con sus hermanos los trabajadores contra la rapacidad del capital.
A esto se debe que la mujer, aun trabajando más que el hombre, gana menos, y que la miseria, y el maltrato y el desprecio son hoy, como lo fueron ayer, los frutos amargos que recoge por toda una existencia de sacrificio, El salario de la mujer es tan mezquino que con frecuencia tiene que prostituirse para poder sostener a los suyos cuando en el mercado matrimonial no encuentra un hombre que la haga su esposa, otra especie de prostitución sancionada por la ley y autorizada por un funcionario público, porque prostitución es y no otra cosa, el matrimonio, cuando la mujer se casa sin que intervenga para nada el amor, sino sólo el propósito de encontrar un hombre que la mantenga, esto es, vende su cuerpo por la comida, exactamente como lo practica la mujer perdida, siendo esto lo que ocurre en la mayoría de los matrimonios.
¿Y qué podría decirse del inmenso ejército de mujeres que no encuentran esposo? La carestía creciente de los artículos de primera necesidad, el abaratamiento cada vez más inquietante del precio del trabajo humano, como resultado del perfeccionamiento de la maquinaria, unido todo a las exigencias, cada vez más grandes, que crea el medio moderno, incapacitan al hombre económicamente a echar sobre sí una carga más: la manutención de una familia. La institución del servicio militar obligatorio que arranca del seno de la sociedad a un gran número de varones fuertes y jóvenes, merma también la oferta masculina en el mercado matrimonial. Las emigraciones de trabajadores, provocadas por diversos fenómenos económicos o políticos, acaban por reducir todavía más el número de hombres capacitados para contraer matrimonio. El alcoholismo, el juego y otros vicios y diversas enfermedades reducen aún más la cifra de los candidatos al matrimonio. Resulta de esto que el número de hombres aptos para contraer matrimonio es reducidísimo y que, como una consecuencia, el número de solteras sea alarmante, y como su situación es angustiosa, la prostitución engrosa cada vez más sus filas y la raza humana degenera por el envilecimiento del cuerpo y del espíritu.
Compañeras: este es el cuadro espantoso que ofrecen las modernas sociedades. Por este cuadro veis que hombres y mujeres sufren por igual la tiranía de un ambiente político y social que está en completo desacuerdo con los progresos de la civilización y las conquistas de la filosofía. En los momentos de angustia, dejad de elevar vuestros bellos ojos al cielo; ahí están aquéllos que más han contribuido a hacer de vosotras las eternas esclavas. El remedio está aquí, en
Haced que vuestros esposos, vuestros hermanos, vuestros padres, vuestros hijos y vuestros amigos tomen el fusil. A quien se niegue a empuñar un arma contra la opresión, escupidle el rostro.
La catástrofe está en marcha. Jiménez y Acayucan, Palomas, Viesca, Las Vacas y Valladolid son las primeras rachas de su aliento formidable. Paradoja trágica: la libertad, que es vida, se conquista repartiendo la muerte.
(De Regeneración, 24 de septiembre de 1910).
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