Ese día, —ese mal día—, Dios me perdió. Nos perdimos uno al otro. Se quedaba con los brazos cruzados. Y yo sin estar al tanto de nada, lo sabría tiempo después por boca de mi hijo. Tampoco a él nadie se lo dijo; porqué y quién habría de hacerlo, si tan sólo era un niño cuando vio las fotos de la boda de su padre abrazado a la que dejó de ser concubina, y a quien santificaba el propio tío clérigo; total, la ley de los hombres era corrompible, por qué no la del cielo…
—Oye Dios, yo estaba de tu lado! Si un hijo o dos, no es suficiente razón para impedir un matrimonio ¡joder! Para que enseñan tal cosa. Apuñalado por su amado padre, —herida que trae consigo—, nubló sus días y yo callé para siempre, en el preciso momento no tuve oportunidad de hablar. No supe de los hechos hasta después. ¿Qué habría dicho? Qué es lo que dice una madre cuando el padre lastima de esa manera a un tierno niño y le rompe el alma para siempre.
¿Qué digo ahora para calmar su pena?
— Nunca me responderá ese omnipotente Dios… Ni tan sabio, ni tan bondadoso. Ama el dolor, y más si es ajeno, por eso lo predicó a raudales: “Pon la otra mejilla”
Este hijo, —después del golpe—, está a su semejanza, crucificado en el dolor, pero a diferencia él no es Dios, ni tiene su bondad ni su sabiduría, es únicamente mi amado hijo, por tal soy una madre llena de impotencia y el desconsuelo en su corazón suele serme más insufrible, hasta desalmado…
Y yo a él, a ese Dios, tampoco se lo perdono… Descuida, aquí no hay lágrimas, callé para siempre, pues me quitaron la oportunidad de impedimento. Quisiera felicitarlos pero no puedo…
“Hasta que la muerte los separe, como lo manda la Santa Iglesia Católica Apostólica, Romana y Guadalupana”
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