MIRADOR |
Por Armando Fuentes Aguirre. 2009-10-28 00:00:00 En el pequeño cementerio de Ábrego está la tumba del cura del lugar. La gente le lleva flores, pues dice que el padre fue un santo. Pero si la tumba pudiera hablar callaría esto:
“Sentí un llamado, y lo seguí. Me hice sacerdote, Creía, obvio es decirlo, en Dios. Pero al paso del tiempo los fracasos cotidianos y los quebrantos de la vida, me hicieron dudar de que Dios estuviera conmigo. Entonces empecé a dejar de estar con Él. Sin darme cuenta me hice ateo. Pero a nadie se lo dije. Por amor a mi prójimo seguí hablando de Dios sin creer en Él. Todos me tenían por un buen sacerdote. El obispo me proponía como ejemplo a los demás. ¡A mí, un cura ateo! Me hice viejo, y me llegó la muerte. Mis últimas palabras fueron para los pobres que rodeaban mi lecho de agonía. Les dije: “Dios los bendiga”. En sus lágrimas vi que mi vida no había sido inútil. Y dije entonces para mí: ‘Gracias a Dios’. No tenía a nadie más a quien darle las gracias. Ahora sé que...”. Otras palabras salen de la tumba de aquel santo sacerdote que no creía en Dios. Pero el viento que sopla en lo alto no deja que se escuchen bien. |
Thursday, October 29, 2009
Rumberas con rumbo
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