Verdes tréboles silvestres de cuatro hojas a la puerta de mi casa, la araña cirquera baja lenta de la hebra que teje y la sostiene, brilla por su ausencia la acostumbrado estrella fugaz que cae una noche cualquiera frente a mis ojos como signo de buena suerte, de esta última, para fortuna mía he atesorado su recuerdo, y desgarra enseñorada, los silencios de minutos inoportunos, y nacientes pasos obstinados llevan a lugares comunes, para descubrir que a voluntad los vuelvo nuevos…
Huele a mar, insiste en entrar a la memoria el férreo aroma de humedades. Mundanal de azules, algas, sargazos, plancton carnívoro, todos aunque inocentes corroen las orillas que circundan, arenal dúctil del cedazo marino fleja día con noche, cuando la marea sube y duermen en su armónico vaivén los cetáceos que ahí moran, siempre con ojos abiertos para no sofocarse y perecer por la demasía de aire, en traicioneras dunas…
Preguntarán los que nada entienden y menos saben? Cuál es la pretensión ante tanta buena ventura? —Diré que nada—. Tal vez tener muy distante de aquí el oceánico frío, que termine ya la madrugada para recobrar el nivel de los ensueños, y urja el cese de los tambaleos situados frente a la realidad de un alma sin ayer y sin mañana. Tanto estupor ajeno, no lo quiero…
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